El otro día estuve en el Niemeyer. Os leo la mente; “Que planazo el de este que escribe”. Tenía sesión de fotos programada y el “blanco-Niemeyer”, como yo lo llamo, es una buena opción a falta de estudio. Personalmente, no hay nada mejor que la luz natural y me tira más el trabajo en exteriores. Para que contaros.
Hacía meses que no me tomaba un café con leche, templadito, en la terraza del centro (todos los días de cafés). Tuve suerte y no me hizo falta esperar a que me lo sirviesen. No había ni un alma, excepto la camarera, una mujer acompañada de una niña que tocaba las narices con un patinete de Frozen y yo. Mientras me echaba el azúcar, mi mirada se iba a la enorme cúpula. “La Cúpula”. Vaya recuerdos y que tiempos aquellos. Había que coger vez en el bar hasta para pedir un vaso de agua. 2011. La etapa dorada, para algunos, del centro. Y que poco (les) duró.
Estábamos más en el Niemeyer que en redacción. Día que no tocara cruzar al otro lado de La Ría y pasearse por la explanada, raro. Había días de ir más de cuatro veces. ¡Por tierra, mar y aire!. Que tiempos… Estrenos teatrales un viernes si y otro también. Llenos absolutos. Visitas guiadas cada media hora. Ruedas de prensa de “la dirección”, anfitriones de artistas del otro lado del Negrón. Tiempos de palmaditas en la espalda. Escuchamos un Asturias, el de Víctor Manuel, por tercera vez. Tiempos de conciertos. Loquillos, Woodys Allen y Jackson Brownes. Años de alfombras rojas. De pantallas grandes. Gastronomía cinco estrellas, inauguraciones y buen vino. Años de asientos reservados. Pancartas de “Yo apoyo”. Amigos y vecinos.
Eran otros tiempos. Y en aquellos tiempos, nos querían ciegos.