Impulsivo: que se deja llevar por sus emociones o impulsos sin reflexionar ni pensar en las consecuencias de sus actos. Ese soy yo. Si tengo que dar una respuesta la doy al momento, por eso a veces, si me lo pienso puede tender a ser variable.
En mi etapa como fotógrafo en La Voz de Avilés compartí “mesa y mantel” con ese gran gremio, el de los redactores. Algunos colegas podrán negarme tal afirmación, pero sí un alto porcentaje de las veces tienes la suerte de que te acompañe un buen redactor y nosotros, los fotógrafos, colaboramos haciendo una buena foto cuando toca, el trabajo puede llegar a ser realmente bueno. En este caso “mi redactor”, Rafa; para el lector, Rafa Balbuena. Después de unos años de haber dejado de trabajar juntos, pudimos volver a hacerlo en Atlántica XXII. Y se lo debo a él.
Tras la salida del anterior número de la revista quedamos en una de las terrazas de la Plaza de España para tomarnos un café y, de paso, comentarme algo que le rondaba la cabeza: –(…) no sé si saldrá adelante pero ya estoy haciendo llamadas-. Rafa necesitaba una respuesta, y mi respuesta ya la sabéis. Si. Como os comentaba, soy de impulsos. Si me lo hubiese pensado… Barco más agua más Sergio dan la suma de incompatible. Podéis haceros una idea . He de admitir que me entra pánico si me encuentro rodeado de agua y no hago pie. Recuerdo uno de mis veranos de adolescencia, debía de tener quince años. El tiempo libre que no dedicaba a preparar los exámenes de septiembre debía “aprovecharlos” en algo constructivo, así que mi madre tuvo la genial idea de apuntarme a clases de natación. ¿Qué si aprendí a nadar?. Fui a la presentación y los veintinueve días restantes me los pasé cortando sanjuaninos y comiendo comida basura en el parque. Pero con la edad, con unos cuantos años más, te crees Popeye y si hace falta montarse en un barco sin saber nadar, pues te subes y te montas. ¡Una expedición en barco!. En principio sería durante una jornada, pero al cabo de los días al recibir la hoja de ruta vía email acabé enterándome de que serían cuatro.
El viaje lo haríamos a bordo del Ramón Margalef, un buque oceanográfico operado por el Instituto Español de Oceonografía, donde acompañaríamos a personal del Instituto de Hidráulica de Cantabria y de los Centros Oceanográficos de Santander y Gijón dentro del proyecto Radiales: ellos con la intención, entre otras cosas, de realizar el seguimiento estricto de las características físicas, químicas y biológicas de las diferentes masas de agua. Nosotros, de plasmar todo lo que allí sucedería.
Cargados de bultos hasta arriba: ordenadores, cámaras, mochilas y biodramina, mucha biodramina (fotógrafo previsible vale por dos, así que me compre dos cajas)… llegamos al barco al lado de las carboneras, en el Espigón II del Musel. Nada más atravesar el puente nos recibió el capitán. Me miró de arriba abajo para detenerse en mis pies y decirme: “A bordo y en el exterior, nada de sandalias. Buen calzado. Aquí siempre cuido de la gente, pero en este caso, tendré que cuidaros más a vosotros. Desayuno de siete a nueve; comida a las once y a las doce; la cena a las siete y a las ocho”. Que queréis que os diga, la primera lectura que hice de su mirada hacia nosotros fue: “Voy a tener que cuidar de estos dos y el fotógrafo tiene pinta de torpe”. En verdad, lo soy.
El entrar por la puerta principal, fácilmente podría ser comparada con el acceso a una caja fuerte, nos obligaba a descender dos tramos de escalera en zigzag para llegar a nuestro camarote: con una litera, una mesa auxiliar, el baño y un pequeño ojo de buey. Nada más posar los bultos nos invitaron a coger el chaleco y traje salvavidas para personarnos en una de las salas. Fuimos los protagonistas de una masterclass que podríamos titularla: “Como salvar tu vida si el barco se va a pique”. Altamente recomendable antes de navegar. Y fue allí, en aquel compartimento donde conocimos a los componentes de la campaña y a un cámara de vídeo que documentaría el viaje.
A las 21:00 horas comenzaron las maniobras de salida del puerto. No tardé en volver al camarote, ponerme una ropa más cómoda, calzarme las botas de seguridad, coger mi equipo y subir al puente de mando como toma de contacto para conocer la que sería “mi casa” durante aquellos días. Todo era nuevo para mí. A un lado Berto, el capitán, y Alejandra, la jefa de campaña, intercambiaban pareceres sobre el rumbo del Margalef. Acabé quedándome solo, alejándome cada vez más de las únicas luces que situaban la costa y viendo como el día se apagaba mientras la mar, y el cielo, se fundían en colores malvas.
Berto, el capitán del Ramón Margalef y Alejandra, jefa de expedición
Puesto de Mandos ©Sergio López 2016
Anochecer a cubierta del Buque Ramón Margalef
Gijón – Santander ©Sergio López 2016
Después de navegar durante toda la noche amanecimos frente a la península de La Magdalena. El reloj marcaba las 7:37 horas. Salí fuera. La ciudad aun dormía. Parte de la expedición ultimaba la primera recogida de muestras en la Radial de Santander, lanzando a miles de metros lo que ellos llaman Roseta. Emilio, miembro de la tripulación, les echaba una mano y aseguraba el cable de sujeción. Aquella sería una de las muchas maniobras que volverían a repetir a lo largo de la expedición.
Primera maniobra con la “Roseta”
Radial de Santander ©Sergio López 2016
Dani supervisa a sus compañeros en el lanzamiento de la “Roseta”
Laboratorio del Ramón Margalef ©Sergio López 2016
A bordo del Margalef el tiempo corre despacio. Únicamente consigues que avance si te mentalizas y comprendes que de nada sirve acelerarse. Tuve ocasión más que suficiente para conocer la labor de aquellas personas. De ojear, disimuladamente, el cuaderno de bitácora. De respirar tranquilidad. De saborear un delicioso lenguado a la plancha. De ver saltar atunes. Delfines. Avistar ballenas.
Avistamiento de delfines
Santander – Cudillero ©Sergio López 2016
Cuaderno de Bitácora del Ramón Margalef
Puente de mando ©Sergio López 216
El tercer día coronamos Cudillero. A lo lejos, entre la niebla, pude reconocer el Puente de la Concha de Artedo. ¡Se veía pequeño!. Después de unos minutos, volvimos a adentrarnos mar adentro. La previsión era alejarse de la costa ochenta kilómetros y tras navegar varias horas, llegamos a la estación más oceánica de la expedición. Nos encontrábamos flotando a más de 4000 metros. Acusaba el sentimiento de haber pasado semanas a bordo. Sentado en cubierta, los tiempos muertos ya no eran eternos. Por momentos me limité a disfrutar de todo aquello y solo disparé en un instante. No sentí miedo; sentí respeto.
La mar
Estación oceánica a 80 kilómetros de la costa sobre 4000 metros de profundidad ©Sergio López 2016
Es curioso afirmar que hasta en imágenes sea difícil explicar las sensaciones que se pueden llegar a experimentar en alta mar. Berto, el capitán, nos demostró que la gente de mar está echa de otra pasta. Es gente “ahogada” de paciencia. De saber estar. Ofrecen respeto incondicional hacia los que habitan, ya sea a bordo o en la mar.
Berto (capitán) a los mandos del Ramón Margalef
Rumbo a Cudillero ©Sergio López 2016
La niebla nos visitó el último día. Era hora de regresar a casa. Los pájaros anunciaban tierra. Sentimientos encontrados. Hace unos días nos despedíamos de aquel mismo lugar y, ahora, regresábamos al punto de partida. Al principio del final.