Aun hoy, a estas alturas de la película, me pongo nervioso antes de empezar a trabajar: lo reconozco.
Por más que te empeñes, nunca sabes con lo que te vas a encontrar. Quizás, puede que este sea uno de los motivos por los que adoro de mi trabajo. En la mayoría de las ocasiones, no vale de nada organizarte. Es más, basta hacerlo para que al final nos salga todo al revés. Algun@s lo negaran, pero me atrevería a afirmar que los mejores momentos vienen solos. Aquellos que nacen de la espontaneidad.
Así pues, imaginaros la cantidad de instantes que nos puede llegar a brindar la naturalidad de una pareja. Mejor aun, imaginaros que, además, vienen bien acompañados. Nos encontramos en Verdicio. Es nueve de octubre y el reloj marca las siete de la tarde. Los días ya son más cortos. Si dejamos caer la mirada, a lo lejos, podemos intuir la presencia de tres surfistas esperando su ultima ola, flotando sobre sus tablas en un manto de agua casi en calma. Bajo una luz otoñal de naranjas, ocres y amarillos, Rubén está pendiente del más pequeño. Parece que le gusta investigar. Sorteando las rocas, Noelia se arremanga el vestido, se mete en el agua y encuentra la complicidad. Mientras, desde la orilla, alguien observa barajando la posibilidad de entrar.
Al final la cuestión va a ser esa: tener paciencia, saber esperar.